lunes, 7 de septiembre de 2009

DE EL SUJETO Y LA MÁSCARA(1989)


III. Crepúsculo del sujeto
La visión y el enigma de la puerta con los dos caminos y del pastor que muerde la serpiente deben, pues, leerse en el sentido de que el eterno retorno de lo igual no representa sólo un reconocimiento de la insensatez del devenir o sólo la reducción de toda la estructura del tiempo a la decisión, sino ambas cosas juntas; en la medida en que están juntas, se califican y modifican recíprocamente de manera profunda. Por una parte, en efecto, el eterno retorno, en cuanto es «instituido» con un acto de la voluntad, no es ya la pura insensatez del devenir y de la ficción universal, sino la constitución de un mundo donde el significado ya no trasciende a la existencia; por otra parte, en tanto que la decisión queda a su vez comprendida otra vez en la vorágine del retorno de todas las cosas, se comprende que la institución de este nuevo mundo de la coincidencia de existencia y significado es sobre todo la creación de un nuevo sujeto, capaz de querer el eterno repetirse de su presente. El verdadero enemigo del eterno retorno de lo igual, es decir, de la coincidencia de existencia y valor, acontecimiento y sentido, es el sujeto de la metafísica y la moral tradicionales, que no logra pensar tal coincidencia, sino con terror y disgusto, como falta de sentido (ya que no logra pensar el sentido más que como trascendente).Por esta razón, Zaratustra, que es el libro del eterno retorno, comienza con el discurso «De las tres transformaciones», que describe y prescribe la vía de la renovación de este sujeto, a través de las tres etapas del camello, del león y del niño. El camello es el sujeto sometido, el sujeto moral-metafísico tradicional; el león, que representa la fase de la liberación de todas las veneraciones y sometimientos, es, con todo, sólo una fase preparatoria para una tercera transformación, la que hace del espíritu un niño. Mientras el león, incapaz de crear valores nuevos, crea sólo la «libertad para un nuevo crear», el niño es «inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí... el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo». Es evidente que no sería fácil interpretar, con esta cláusula, el decir sí como una pura aceptación fatalista del curso necesario de las cosas. El fatalismo podría servir para el camello, porque, como ya se ha apuntado comentando el texto de Humano, demasiado humano sobre el «fatalismo turco» (WS, 61), tal actitud implica aún la contraposición entre un sujeto y un mundo que, pese a todos los esfuerzos por oponérsele, termina por triunfar y someter a sí la «libertad». El sí del niño no es fatalismo porque nace de un acto de libertad, que no consiste en aceptar conscientemente aquello de lo que no podemos escapar en ninguna forma, sino en hacernos capaces de nuevas creaciones, de «crear valores» y no de someternos a ellos; no se trata ya de existir y obrar en función de los valores (que trascienden la existencia y la acción), sino de producir libremente la propia existencia como coincidencia perfecta de ser y significado. Ésta es la transformación que el paso por la fase del león produce sobre el decir sí; transforma al sujeto (sujetado, sometido) en una rueda que se mueve por sí misma, en un juego, en inocencia y olvido: características todas que simplemente indican el nuevo estado del sujeto como existencia idéntica al valor.
Sin embargo, para comprender a fondo quién es el nuevo hombre que debe nacer para que se instituya el eterno retorno, es preciso aún profundizar las razones del disgusto que el sujeto metafísico-moral experimenta ante esta idea, es decir, la razones del hecho de que la misma se le puede presentar sólo en una luz negativa, de insensatez y desesperación, o a lo sumo, como en el caso del espíritu libre, de momentáneo alivio de la seriedad de la existencia cotidiana en el mundo de la ratio. La deducción de la decisión que implica y supone la idea del eterno retorno puede llevarse a cabo, una vez más, sólo sobre la base de un esquema temporal lo bastante formal como el de la circularidad del devenir. En esencia, ante la visión de los dos caminos que se encuentran bajo la puerta, nos hallamos frente a una hipótesis y a una propuesta que vale lo que cualquier otra. ¿Por qué habría de ser el tiempo más curvo que rectilíneo? Las razones antihistoricistas del tipo de las esbozadas en la segunda consideración intempestiva se fundan aún, paradójicamente, en una perspectiva de fe en la historia como devenir de lo nuevo: se debería rechazar el historicismo porque hace imposible la historia; pero ésta es pensada aún sobre el modelo del proceso rectilíneo, que recorre caminos aún no explorados. La insensatez de la historia como ficción universal y necesidad del error, que es la conclusión a que llega el itinerario desenmascarante de Humano, demasiado humano, no es aún una razón de veras convincente para pensar el tiempo como curvo; es sólo una razón válida para pensarlo como no rectilíneo, como no dirigido a un lugar. La idea del tiempo curvo exige una nueva concepción de las relaciones entre sentido y acontecimiento, que no sea sólo la pura y simple negación del sentido, sino la positiva identificación del acontecimiento con el sentido.
Para realizar esta positiva identificación de acontecimiento y sentido, la única qué puede dar significado a la idea del eterno retorno y fundarla, es necesario proceder al desenmascaramiento del sujeto. Es decir, no es que, como a menudo tendemos a pensar, la estructura circular del tiempo se encuentre a la base de la reducción de la decisión; tal cosa no se puede sostener porque, de por sí, la circularidad del tiempo es sólo una hipótesis más o menos incierta, y en su esquematismo formal sólo vale, en todo caso, como elemento negativo: o contra el historicismo (que se debe rechazar porque hace imposible la historia; es autocontradictorio; pero precisamente, como todos los argumentos de este tipo, también éste tiene un poder de convicción sólo formal); o como otra formulación de la insensatez de todo, descubierta al poner de manifiesto la necesidad del error para la vida. Si no es la estructura circular del tiempo la que funda la reducción de la decisión, será, en cambio, positivamente, el desenmascaramiento del sujeto el que otorga su verdadero sentido a la estructura circular del tiempo, que, de otro modo, queda a nivel de una abstracta hipótesis formal, cargada, además, de significados solamente negativos. Entre estos dos aspectos de la idea del retorno existe una relación análoga, grosso modo, a la que Kant establece entre ley moral y libertad: aquí puede muy bien decirse que la idea del retorno es la ratio cognoscendi de la reducción de la decisión; pero sólo la reducción de la decisión es la ratio essendi (no a nivel de esencias metafísicas, sino de efectivos sucesos históricos) del eterno retorno de lo igual. A la luz de esto, la mordida del pastor es la decisión de quien vence el disgusto ante la idea del retorno sólo transformándose en un hombre capaz de una nueva risa.
Para que sea posible el eterno retorno de lo igual como positiva coincidencia de ser y significado, y para que el descubrimiento del error necesario no sea ya sólo nihilismo negativo sino que se transforme en nihilismo «activo» y positivo, hace falta una transformación del sujeto. Aún más, la sustancia de la institución del eterno retorno, es decir, de la coincidencia de acontecimiento y sentido, es la transformación del sujeto. A esto se llega intentando comprender por qué la idea del eterno retorno suscita disgusto y desesperación. ¿Quién es el sujeto que no logra tolerar la idea del retorno?
Este sujeto es, ante todo, el sujeto contrapuesto al mundo como objeto. Todo el pathos negativo con que el hombre reconoce la universal necesidad e invencibilidad de la ficción depende del hecho de que se coloca, ante el mundo de la ficción, como «otro», un punto de vista que juzga y valora.

«Toda la actitud “hombre contra mundo”, el hombre como principio “que reniega del mundo”, como medida de valor de las cosas, como juez del mundo, que termina por poner la existencia misma en la balanza y la encuentra demasiado ligera: el monstruoso absurdo de tal actitud ha entrado en nuestra conciencia y nos dis­gusta -¡nos da ya gana de reírnos, cuando encontramos “hombre y mundo” uno junto al otro, separados por la sublime arro­gancia de la palabreja “y”!» (F4 V, 346).

Esta contraposición entre hombre y mundo, de querer buscar sus raíces, se funda en una distinción entre la conciencia (o razón) y lo que conciencia y razón no son. Ya en las primeras relaciones del organismo con el mundo tiende a constituirse esta contraposición entre mundo del sujeto como mundo de la libertad y del movimiento y mundo del objeto como estaticidad del marco externo. Por otra parte, sin embargo precisamente en las mismas páginas de Humano, demasiado humano en donde se presenta tal tesis, se encuentra luego otra, que parece invertir simplemente los términos de la relación: el mundo externo se convierte en el dominio de la incertidumbre, el reino de presencias misteriosas y de voluntades arbitrarias que es preciso hacer propicias con magia y religión (cf. MA, 18 y 111). Esta aparente contradicción, aun cuando puede explicarse por la diversidad de los puntos de vista en los que Nietzsche se coloca en ambos casos (en el primero, más bien en el plano de la explicación de los primeros conceptos metafísicos de sustancia y libertad; en el segundo, en busca de los orígenes de la religión), indica, con todo, una cierta movilidad de este esquema, que, en último análisis, puede reconducirse a diversidad de condiciones históricas. En cualquier caso, esto muestra que ni siquiera la contraposición «originaria» de sujeto y objeto en el plano de la más elemental vida del organismo es algo totalmente natural y precultural, hasta el punto de que en condiciones históricas, o en fases de existencia diversas, se configura de modo distinto, e incluso opuesto. Lo esencial es tener presente, por una parte, que, en lo esencial, la oposición hombre-mundo es la oposición conciencia (sujeto)-objeto; y, en segundo lugar, que tal oposición, aunque fundada en las primerísimas relaciones del organismo con el mundo, no se forma, ni siquiera a estos niveles, de modo «natural», prescindiendo de todo condicionamiento social.
Por otra parte, veremos que Nietzsche llega a esta conclusión una vez cumplido su itinerario de desenmascaramiento del sujeto, sobre la base del problema de la institución del eterno retorno y del disgusto que la idea del retorno debe vencer en el ánimo del hombre.
Sólo porque se coloca ante el mundo como juez, como punto de vista externo que valora y tiene necesidad de encontrar el objeto como distinto de él, ya sea como estabilidad de un marco «sustancial», ya como conjunto de poderes arbitrarios, pero en el fondo propiciables, por esto y sólo por esto, el hombre puede llegar, después de descubrir la ficción universal y la necesidad del error, al nihilismo negativo. El camino para salir de esta situación y pasar al nihilismo activo y positivo es sólo el que lleva el desenmascaramiento hasta el final, comprometiendo también al sujeto. Al final, es preciso ser irónicos no sólo con objeto y predicado, sino también con el sujeto (JGB, 34).
Esta ironía parte del descubrimiento de que la conciencia (o razón) que es el elemento fundamental en la constitución de la oposición entre yo y mundo, y que parece constitutiva del sujeto, no es en realidad su instancia suprema. El primer libro de Zaratustra, que se abre con el discurso sobre las tres transformaciones -vale decir, sobre la necesidad general de la reducción de la decisión y de la superación del sujeto como «sometido» y como «libre» centro de iniciativa y de decisión que sólo se apoya en sí mismo-, cuenta luego, significativamente, entre los primeros discursos, el referido a «los despreciadores del cuerpo», que emprende la verdadera obra de desenmascaramiento del sujeto. En esta primera etapa, la conciencia, la razón, el alma, o sea, algunos de los principales modos con que la metafísica y la moral tradicional designan al yo, son referidas al cuerpo como instrumentos y máscaras del mismo.

«Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas “espíritu”, un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón. Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer -tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo... Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo» (Z, I, «De los despreciadores del cuerpo»).

También en esta «reducción», como en las muchas otras que Nietzsche lleva a cabo, es preciso estar atentos y no dejarnos desviar por una interpretación demasiado literal del discurso. ¿Qué significa reconocer al espíritu como cuerpo e instrumento del cuerpo? ¿Es sólo una reducción materialista de toda actividad presuntamente espiritual a una actividad física, a los movimientos del organismo en su inmediatez biológica? En realidad, Nietzsche toma el cuerpo como hilo conductor justamente porque no simula siquiera esa inmediatez que, en cambio, pretende poseer el yo. La reducción al cuerpo no significa referir un fenómeno «mediato» a uno «inmediato», una complejidad falsa a fenómenos y explicaciones más simples, como ocurre a menudo en las reducciones materialistas de la conciencia. Por el contrario, el significado de la reducción es, sobre todo, un significado metódico y corresponde a un rechazo de las pretensiones de simplicidad, unidad atómica, inmediatez, del espíritu.

«El fenómeno del cuerpo es el más rico, claro y comprensible de los fenómenos: se le debe reconocer el primer puesto en el plano del método, sin establecer nada sobre su significado último» (WzM, 489). «Si nuestro yo es para nosotros el único ser a cuya conformidad modelamos y comprendemos todo el ser, ¡pues muy bien! Entonces resulta muy oportuna la duda de que aquí existe sólo una ilusión de perspectiva, la unidad aparente en la que todo se cierra como en un horizonte. Con el cuerpo como hilo como hilo conductor, se nos revela toda una extraordinaria multiplicidad; es metódicamente corrector tomar el fenómeno más rico, mejor estudiable como hilo conductor para la comprensión del más pobre» (WzM, 518).

Como se ve también en este último apunte el cuerpo es elegido como hilo conductor metódico justamente sobre la base del descubrimiento del carácter ilusorio del conocimiento y de la necesidad del error. Descubrir el carácter ilusorio del conocimiento significa comprender que nuestro yo se nos convierte en modelo para todo conocimiento de las cosas externas; pero éste es tan sólo el primer paso. Si desarrollamos hasta sus últimas consecuencias este descubrimiento, no podremos no preguntarnos si acaso también la unidad del yo, que sirve de modelo a todo conocimiento, en el sentido de que proporciona los esquemas a través de los cuales se ordena la multiplicidad de los fenómenos -y por tanto también, y sobre todo, las formas a priori en el sentido kantiano-, no es, ella misma, producto de una unificación a su vez ilusoria. Aquí, la crítica de Nietzsche a la función unificante del yo anticipa y de forma más radical e incluso más rica de posibles desarrollos, la objeción del existencialismo del siglo xx al trascendentalismo kantiano. El concepto heideggeriano del ser ahí como ser arrojado, ser-para-la-muerte, equilibrado entre las posibilida­des de la autenticidad y de la inautenticidad, que precisamente por esta finitud, estructura alternativa, historicidad suyas, etcétera, funciona como ser-en-el-mundo es decir, como «sujeto tras­cendental» kantiano, contiene en el fondo el mismo tipo de obje­ción; o al menos, en el sentido de que el sujeto que abre el horizonte del mundo y de la experiencia posible no es la «razón», sino, en todo caso, el hombre «pecador» de la tradición cristiana.[ii] La mayor riqueza de la posición de Nietzsche consiste, empero, jus­tamente en la radicalidad con que se lleva a cabo la objeción. No sólo el sujeto no es el sujeto trascendental kantiano, sino que ya no puede, ni remotamente, acercarse al individuo kierkegaar­diano, al que se aproxima en cambio con seguridad, al menos para las instancias a que pretende responder, el Dasein del Heidegger de Ser y tiempo. Queda por ver si, como parece legítimo sostener, el desarrollo del pensamiento de Heidegger después de la denominada Kehre de su itinerario filosófico no debe entenderse precisamente como el descubrimiento -debido a la influencia del estudio de Nietzsche o a la presión de las nuevas formas de existencia colectiva que la historia del siglo xx nos ha venido poniendo la vista del hecho de que no se puede realizar a fondo la crítica al sujeto de Kant sin llegar a disolver también radicalmente al individuo kierkegaardiano, o, en todo caso, el finito Dasein del existencialismo. Es cierto que el pathos con que Ser y tiempo habla de la decisión, aunque esforzándose (pero tal vez en sentido aún más bien kantiano) por despojarla de toda connotación moralista y psicologista, resulta, desde el punto de vista de Nietzsche, totalmente encerrado dentro de la misma ilusión de la unidad del sujeto en que incurre el trascendentalismo de Kant.[iii] Una confirmación muy reveladora de esto -que no se refiere ya sólo a Heidegger, sino, más bien, a un cierto espíritu común del existencialismo en su «primera manera» (década de 1930), es decir, el que más ha determinado la imagen que de esta corriente filosófica se ha consolidado en la cultura europea- se puede extraer de la comparación entre las páginas donde Karl Jaspers, en Der philosophische Glaube, habla del carácter de testimonio que debe tener la filosofía, y lo que escribe en cambio Nietzsche a propósito de los mártires del Anticristo. Para Jaspers, el carácter de la verdad filosófica, que la distingue de la verdad científica, es el de exigir el testimonio personal y el eventual martirio de quien la profesa: mientras Galileo podía muy bien retractarse de sus tesis heliocéntricas, ya que las mismas, por concernir a la evidencia científica objetiva, estaban destinadas a afirmarse antes o después de todos modos, Giordano Bruno no podía sino sostener sus posiciones al precio de su vida, porque en el caso de la filosofía la verdad reside totalmente en el testimonio que se da de ella; la filosofía es una interpretación personalísima del ser, en la que el ser resulta inseparable de la peculiar toma de posición y perspectiva del pensador.[iv] En El Anticristo, en cambio Nietzsche niega al mártir el derecho de morir por la propia verdad, en nombre precisamente, podría decirse, de la trascendencia que la verdad manifiesta frente a todas nuestras interpretaciones; la verdad no es algo de lo que el hombre dispone, sino un complejo juego de «apariencias» que no justifica la presunción con que algunos pretenden morir por ella, y sobre todo no puede recibir confirmaciones o ser desmentida por actos del tipo del martirio.

«En el tono con que un mártir le echa en cara al mundo su propio tener-por-verdadero algo expresase ya un grado tan bajo de honestidad intelectual, un embotamiento tal para el problema de la verdad, que a un mártir no se necesita jamás refutarlo. La verdad no es algo que uno posea y otro no posea: así pueden pensar sobre la verdad, a lo sumo, los campesinos o los apóstoles-campesinos a la manera de Lutero» (AC, 53).

Aun cuando El Anticristo parece más bien desarrollar la reflexión en el sentido de la imposibilidad que un dato de hecho como el morir por una tesis pueda significar algo para el valor teórico de la misma, la alusión a lo obtuso y grosero de considerar que se pueda disponer de la verdad remite a la que, en este plano, es la tesis central de Nietzsche, y que probablemente no se desarrolla en El Anticristo debido al carácter polémico y «popular» del escrito. El mártir no puede ser testimonio porque, en último análisis, no sólo no dispone de la verdad, sino que no dispone ni siquiera de sí mismo. La conciencia, como conciencia cognoscitiva (Bewusstsein) de la verdad, o como suprema instancia directiva del comportamiento moral (Gewissen), que impone dejarse matar para no renegar de esa verdad, no es en realidad la instancia suprema de la personalidad.[v] El hilo conductor del cuerpo no sirve para indicar que la conciencia es sólo máscara de la inmediatez biológica, sino que, como fuerza que se pretende unitaria, es el resultado de una multiplicidad de componentes que dan lugar a su unidad sólo a través de un conflicto y un complejo sistema de jerarquizaciones y de ajustes recíprocos. No: la verdad del espíritu es el cuerpo; pero: la unidad, la pretendida «intimidad» de la conciencia (sea la trascendentalidad del sujeto kantiano o la singularidad finita del ser-ahí existencialista), es el resultado y producto de un complejo sistema de influencias. Reconocer esto significa sacar a esta conciencia todo derecho a erigirse en juez o antagonista del «cuerpo»; y sobre todo, vaciar su pretensión de dictar por sí misma los principios de la jerarquización entre los impulsos, ya que estas normas serían ya, en cambio, los resultados de una jerarquía que se ha establecido a espaldas de la conciencia misma. Cuando la conciencia llega (aquí se retoma, pero ironizada y trastocada, una tesis hegeliana), el juego ya ha terminado.
Las razones en que Nietzsche funda su tesis de la no unidad de la conciencia las hemos encontrado ya con frecuencia en los análisis de Humano, demasiado humano y de las obras con ella vinculadas. Por lo que se refiere a la no soberanía de la conciencia cognoscitiva en el plano moral, a Nietzsche le parece decisivo el hecho de que toda la experiencia práctica del hombre contradice el intelectualismo ético de los antiguos, es decir, la creencia que para cumplir una acción moral basta ver claramente cuál es nuestro deber en una situación determinada; a tal visión seguiría necesariamente la realización de la acción. No obstante, de hecho, «lo que podemos saber, en general, de una acción, no basta nunca para realizarla», y en ningún caso individual, hasta la fecha, se ha podido tender el puente que une el conocimiento con la acción. «Las acciones no son nunca lo que nos parecen... Las acciones morales son en realidad “algo distinto”, mas no podemos decir: y todas las acciones son esencialmente desconocidas» (M, 116). Pero si de hecho el conocimiento del deber no determina nunca de por sí la acción moral, que se realiza en cambio siempre por una cantidad de otras influencias, la creencia en la conciencia como instancia suprema en el ámbito moran no se explica más que como un acto de fe, que nace ante todo -como ya nos ha enseñado Humano, demasiado humano- de la necesidad de llegar a un punto último en el remontarnos a las causas y fundamentos de una acción (de aquí se deriva también la fe en la libertad); en segundo lugar, y aquí Nietzsche anuncia un importante desarrollo al que llegaremos en breve, el carácter perentorio con que se nos imponen la conciencia de la bondad de un determinado acto y -como parece deducirse del contexto total del aforismo- la fe en la infalibilidad de la conciencia como tal deriva de un hábito adquirido a través de la pertenencia a un determinado mundo social (FW, 335). Si esto vale para la conciencia en el sentido moral del término, también la conciencia cognoscitiva, a la que se le pide que cumpla la tarea de tomar nota conscientemente de la evidencia indiscutible de un determinado enunciado, es a su vez sólo el resultado de una serie de hábitos perceptivos, de una cantidad de interpretaciones básicas que se fundan ya sobre determinadas predisposiciones a exagerar o subvalorar tan o cual aspecto de las cosas, que nos hacen capaces de percibir sólo determinados elementos y no otros, etc.

«Los hábitos de nuestros sentidos nos han enredado en el fraude y el engaño de la sensación: éstos son, una vez más, los fundamentos “de todos nuestros juicios y de todos nuestros conocimientos”, ¡no existe ninguna posibilidad de salvación, ni aún camino para deslizarse y escaparse al mundo real! Estamos en nuestra red nosotras las arañas, y todo lo que apresemos aquí dentro, no la podremos atrapar más que en cuanto sea precisamente lo que se deja atrapar en nuestra red» (M, 117).

Estos elementos de crítica fenoménica del conocimiento están demasiado difundidos en la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX como para que nos haga falta, a nosotros y también a Nietzsche, detenernos en un análisis más pormenorizado (que, por otra parte, Nietzsche lleva a cabo de múltiples formas). En todo caso, es importante y original el uso que hace de todos estos elementos, en la dirección de una crítica del sujeto que no se limita a rechazar esta noción en nombre de su carácter ilusorio-perspectivo, usado tal vez para la demostración de un convencionalismo genérico. Nietzsche liga todos estos elementos a su reflexión sobre el eterno retorno y la liberación; este nexo se funda en la densa discusión que, casi como conclusión de las observaciones desarrolladas en los aforismos 116 y 117, sobre la conciencia moral y la conciencia cognoscitiva, desarrolla en el aforismo 119 de Aurora.[vi] Lo esencial, nos parece, de este texto, es, además de la representación de la vida interior como juego alternado y movimiento de instintos, la complejidad con que se plantea la cuestión de la relación entre «texto» e «interpretación», es decir, entre los dos elementos que dan título al fragmento: «Experiencia vivida y ficción poética» (Erleben und Erdichten). Los instintos no son el texto que el espíritu interpreta; pero el espíritu (la «ficción poética», el mundo de las imágenes y de los conceptos que constituyen la vida interior consciente, incluso sólo a nivel de la imaginación) es ya el resultado de una interpretación que hacen los instintos de los estímulos externos que el organismo va recibiendo. Los instintos son, pues, las instancias individuales de la personalidad que, en la sucesión temporal, se sustituyen en la dirección y determinación de las interpretaciones que constituyen la base de la conciencia y del espíritu. Así vista, «toda nuestra denominada conciencia es un comentario más o menos fantástico de un texto inconsciente, tal vez incognoscible y pese a ello sentido». A excitaciones nerviosas en sustancias muy similares (los ruidos que oímos en el sueño, pero también las experiencias relativamente iguales de la vigilia y que luego influyen en el sueño) corresponden interpretaciones muy variadas y diversas. En todo caso, en ellas hay siempre más que lo que contienen los estímulos que las causan. A tal punto que, en la conclusión del aforismo, Nietzsche llega a plantear la hipótesis, que luego se convertirá en tesis en los apuntes de La voluntad de poder (WzM, 481), de que el texto no existe y sólo haya interpretaciones («¿O tal vez debe decirse: en sí, dentro, no hay nada? ¿Experimentar íntimamente es inventar?»).
En esta conclusión, el hilo conductor del cuerpo se ha disuelto casi por completo, aunque realizándose en su significado metódico, pero desapareciendo cada vez más en su sentido de hecho biológico inmediato. ¿Qué es el texto que interpretarían los impulsos? No el cuerpo mismo, porque los impulsos configuran, por el contrario, el cuerpo como un inmenso órgano de interpretación. ¿Los estímulos, entonces? Pero los estímulos no se dan nunca como inmediatos, y Nietzsche lo ha dicho precisamente en el aforismo 117; también ellos, hasta en sus constituyentes más elementales, son ya resultado de una selección realizada por el organismo sobre la base de ciertos hábitos perceptivos que, a su vez, son precisamente hábitos y no naturaleza, aun cuando se presenten como tal. Inútil decir que sería profundamente erróneo considerar toda esta argumentación como dirigida por una perspectiva de idealismo empírico (menos aún, de idealismo trascendental), como si a Nietzsche le importase demostrar que, reduciéndose todo a interpretación, todo es producido por el sujeto. Pues es justamente el sujeto el que es, él mismo, producto. En realidad, el hilo conductor del cuerpo, entendido en el sentido de la reducción de lo simple a lo múltiple de los impulsos y de las jerarquizaciones interpretativas, no ha hecho sino poner de relieve de manera particularmente aguda el problema del cómo y por qué la conciencia se constituye como unidad «autónoma» y pretende contraponerse precisamente al mundo de los instintos de los que proviene. El problema de la disolución del texto es este mismo problema formulado desde un punto de vista sólo ligeramente distinto: si no hay un texto estable de alguna forma, no tocado en su esencia por la variedad y movilidad de las interpretaciones, ¿de qué forma puede explicarse la conciencia como unidad del yo, como estable continuidad de la vida interior? En resumen, llevado hasta el final, la disquisición sobre la vida interior como juego de instintos y pulsiones contrastantes, es decir, como predominio alterno de una u otra «perspectiva» intérprete de los estímulos, disueltos a su vez, todos, en la interpretación que sucede incluso al nivel más elemental de la sensación, no tenemos ya ningún elemento «inmediato» para explicar la relativa estabilidad, tanto del mundo externo (la «realidad») como del mundo interior (la continuidad de la conciencia, la identidad personal, la evidencia en el plano cognoscitivo o moral). También estas unidades son sólo resultados de un conflicto entre impulsos; pero entonces, ¿por qué justamente la conciencia? ¿Por qué el yo, en nuestra tradición (y tal vez en toda la historia del hombre que conocemos),[vii] se ha definido siempre en términos de conciencia, distinguiéndose como unidad del conocimiento consciente y de la «libertad» (en el plano moral), de sensaciones, impulsos, pasiones, etc.? Aquí Nietzsche se enfrenta a uno de los nudos más decisivos de su esfuerzo de construcción del ultrahombre y de la elaboración de una respuesta al problema de la liberación. El imponerse de la conciencia como instancia suprema de la personalidad es, fundamentalmente, un acto de dominio. Esto significa dos cosas: que la conciencia se impone sobre y contra las otras instancias constitutivas de la personalidad; pero que esta hegemonía suya expresa, refleja, depende de, una estructura del dominio mucho más vasta, que es el dominio en el sentido más literal de la palabra, el social. Si tenemos presente este nexo, las afirmaciones de Nietzsche sobre el carácter «social» del yo (es decir, el yo como múltiples yos: JGB, 12) y las frecuentes descripciones de la vida de la conciencia en términos de jerarquía, de mandar y obedecer, no parecen ya sólo metáforas, sino que tienen una precisa y más notable justificación. Así, en una nota de La voluntad de poder, siempre ligada al hilo conductor del cuerpo, Nietzsche desarrolla toda una descripción de la vida del sujeto como organización de gobierno.

«Punto de partida del cuerpo y de la fisiología: ¿por qué? Adquirimos la exacta representación de la calidad de nuestra unidad subjetiva, como gobernantes en la parte más elevada de una comunidad (no como “almas” o “fuerzas del cuerpo”), y al mismo tiempo de la dependencia de estos gobernantes de los gobernados y de las condiciones representadas por la jerarquía y por la división del trabajo como posibilidad a un tiempo del individuo y del todo. Del mismo modo como las unidades vivientes nacen continuamente y mueren, y como la eternidad no pertenece al “sujeto”, del mismo modo se manifiesta la lucha también en la obediencia y en el mando...» (WzM, 492).

0 comentarios:

Template Designed by Douglas Bowman - Updated to Beta by: Blogger Team
Modified for 3-Column Layout by Hoctro